jueves, 11 de septiembre de 2008

JESÚS VUELVE A SER JUZGADO EN “SERVI TRINITATIS”

JESÚS VUELVE A SER JUZGADO EN “SERVI TRINITATIS”
La historia, a veces, se repite llamativamente. Invito a mis lectores a que realicen
el saludable ejercicio de iluminar el tiempo presente con la luz que arrojan los hechos ya
sucedidos. Dejar que el recuerdo de aquello que ya pasó nos enseñe a reconocer en la
actualidad el bien del mal, la verdad del error, la realidad de la mera apariencia. Puedo
asegurar a quien se inicie en esta sana ocupación los más sorprendentes y beneficiosos
resultados.
Para una mirada mínimamente atenta, los acontecimientos que se han
desencadenado, hará cosa de tres meses, en la ciudad argentina de Santa Rosa
(provincia patagónica de La Pampa), reproducen sospechosamente el proceso que hace
dos mil años terminó con la vida de Jesús de Nazaret, el rabbí acusado y condenado por
blasfemo. “Nada hay nuevo bajo el sol”, sentencia la sabiduría bíblica. No creo que a
ningún observador avezado se le escapen las similitudes entre la persecución jurídica y
mediática contra los dos sacerdotes del Instituto Secular “Servi Trinitatis” y la trama
que llevó a la cruz a aquel hombre inocente. Permítaseme, en atención a los menos
despiertos, ilustrar la cuestión ofreciendo si quiera unas rápidas pinceladas con mis
torpes y limitadas palabras.
Cristo era culpable, sí. Su falta consistía en resultar molesto (muy molesto) para
los dirigentes judíos. Su mensaje resultaba hostil para un mundo y para una mentalidad
en la que algunos, tomando como pretexto el nombre de Dios y la observancia estricta
de la ley, obedecían en realidad a sus propios intereses egoístas. Eso despertó un odio
visceral en la clase damnificada por la predicación del Maestro, una inquina rayana en
lo satánico contra aquel personaje incómodo, valiente, recto e insobornable, que fue
siempre el “hijo del carpintero”. Apenas había salido de su hogar (“¡aquellos días
azules y aquel sol de la infancia!”), y ya era despreciado y humillado por sus coetáneos.
¿Recuerdan aquellos epítetos? Si acudía en busca de los extraviados, lo llamaban
“comilón”, y “borracho”, y “amigo de rameras”. Si curaba a los poseídos, lo señalaban
como “hijo de Belzebú”. Si convencía con la fuerza de la verdad (Él mismo era la
Verdad), lo descalificaban diciendo que era un “embaucador”. Si hacía bien a la gente
humilde, despertaba por ello la envidia de sacerdotes y letrados. Incluso sus oídos
llegaron a escuchar la petición de unos gerasenos para que abandonara su territorio y “se
marchara a otro lugar”, pues su misericordia, siempre difusiva, se había atrevido con el
espantoso crimen de haber devuelto la paz y la salud a un joven paisano endemoniado.
Tal vez, su verdadero delito fue ser demasiado bueno para un mundo tan malo
como el nuestro. ¿Para qué necesitamos nosotros a Dios? Tampoco aquellos hombres
perversos aceptaban lo que sólo Jesús les podía ofrecer. Y poco a poco, en la penumbra
de los corazones retorcidos, en el silencio de los cuartos oscuros, fue urdiéndose la
conspiración contra el Santo de Israel.
Sus adversarios hallaron un cómplice mercenario entre sus discípulos. Un tal
Judas Iscariote… Alguien que había comido a su mesa, que se había ido endureciendo
con el paso del tiempo y cuyo espíritu acabó metalizándose con el deseo de tener
dinero: un embustero, un falso, un ladrón de bolsas descuidadas. Un pusilánime que
aprovechó la paciencia infinita de Jesús para robar y traicionar, un confidente de sus
secretos más íntimos. ¡Un amigo del Señor…!
Este tipo de conjuras se preparan siempre despacio… Pausadamente, sin dejar
margen para la improvisación. Calculando los plazos y los movimientos. La de Cristo
duró tres años. Hasta que todo estuvo bien dispuesto y diseñado. Porque no podían
fallar. Sabían que el pueblo estaba con Él. Es más: la conciencia de algún fariseo
tampoco podía descansar tranquila. ¿Qué mal había cometido aquel hombre? Daba
igual. Tenía que morir, había dicho Caifás, condenando al preso antes de esperar la
solución de las autoridades romanas.
Quizás el Señor se hubiera salvado de haber encontrado jueces ecuánimes y
valientes. No le cupo esa suerte.
Poncio Pilatos no pensaba en hacer justicia, sino en cuidar su imagen y su
posición. Sabía que Jesús era inocente. Alguien se lo había dicho (su propia mujer), y él
mismo lo había comprobado indagando en la causa. “No hallo ningún delito en este
hombre”, hubo de confesar. Conocía las mentiras contra el reo, descubrió la intención
depravada y pervertida de los acusadores, y como respuesta, sólo supo lavarse las
manos: un gesto (maldito gesto), que ha quedado para siempre grabado en la memoria
de la humanidad como expresión de cobardía y de respetos humanos, de reconocer el
mal y mirar después para otro lado. Entre tanto, y hasta que llegó el terrible momento de
la sentencia inicua, permitió que el acusado fuera vejado por su cohorte de soldados y
por una plebe siempre ávida de presas. Porque a los perros no les importa de quién es la
carnaza.
Abandonado por sus apóstoles, fue entregado para una Pasión inhumana.
¿Dónde quedaban los enfermos a los que había curado, los desesperanzados que habían
recuperado el camino de la alegría, los tristes que habían sido consolados por Jesús?
¿Qué había sido de aquellas multitudes hambrientas, que habían saciado sus cuerpos y
sus almas con el pan y la palabra del Galileo? También ellos se habían marchado. Unos,
llevados sin duda por el miedo, prefirieron esconderse en el silencio de la
muchedumbre. Otros, convencidos o comprados por los escribas, acudieron a la plaza
que daba al Pretorio para clamar a voz en grito: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Su sangre
caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Y así, quizás con unas cuantas monedas,
quizás con amenazas o con desprecios, presos de la locura que se apodera de los
inconscientes, aquellos infelices judíos maldijeron y rechazaron a su Mesías. Hasta el
día de hoy. Porque los profetas que Yahvé envía siempre son perseguidos y
calumniados. Y finalmente condenados.
De un juez a otro, de Pilatos a Herodes, ninguno quiso posicionarse ni dar la cara
por Cristo. Ambos conocían sobradamente la falsedad de las denuncias, pero ¿de qué
sirve ser inocente, cuando ya todo está preparado? Les quemaba en las manos un
proceso como aquel, y no veían la manera de librarse definitivamente de él. Y es que
cuando lo mejor del corazón humano se ha entumecido, sólo queda la mofa y el
espectáculo. La chacota de los mezquinos. Había que humillar públicamente al Maestro,
al hombre en otro tiempo poderoso en obras y palabras, que atraía las miradas de los
niños y de las personas sencillas y que había tenido la osadía de llamar a Dios “Papá”.
Dar, en definitiva, circo a los que pedían y querían circo.
Sobre un escenario semejante, los actores hicieron su aparición: fariseos,
populacho, escribas y sacerdotes, legionarios y gobernadores, reyes y levitas, todos se
aliaron en su propósito por acabar con el Ungido. Una causa común es capaz de unir a
los rivales más encarnizados. Fuera por dinero, fuera por ambición, fuera por soberbia,
las voces todas de aquel tumulto salvaje se entrelazaron unas a otras para bramar:
“¡Fuera, fuera! Ese hombre tiene que morir”. Y no enmudecieron hasta conseguir sus
propósitos malsanos.
Entre tanto, Jesús sólo miraba. La Palabra no hablaba. “Enmudecía y no abría la
boca”. Miraba a su pueblo, al que tanto había amado y por el que tanto se había
sacrificado. Y callaba. ¿Qué se le podía decir a una humanidad que estaba condenando
por blasfemo al Hijo de Dios, a la Santidad misma de Dios? Los manipuladores,
entonces y ahora, saben cómo remover los instintos más bajos del vulgo. Siempre han
intentado que pareciera cierto lo que es falso, y justo lo que es un atropello. Desde
entonces, desde que aquellos acontecimientos tuvieron lugar, los hombres sabemos de
qué somos capaces cuando dejamos espacio en nuestro interior al odio y al rencor.
Lo acaecido en La Pampa discurre por cauces similares. El mismo modus
operandi. El mismo procedimiento. ¿La misma finalidad? Ojalá estas palabras sirvan
para rasgar vendas y ayudar a ver mejor.
En este caso, dos hombres. Sacerdotes, como Jesús, inocentes. Como tú, lector
tal vez mal informado. Unos curas que han sido durante trece años apreciados por una
sociedad, la santarroseña, que ha descubierto en ellos unos padres, unos guías y unos
testigos de Cristo. Esparcían la semilla al viento, y sembraban en las almas la Palabra
salvadora del Evangelio. ¿Alguien, antes de la denuncia de la que son objeto, podía
acusarles de alguna actitud que desdijera de su vocación o de su misión sacerdotal?
“Por sus frutos conoceréis el árbol”. La Catedral ofrecía con ellos una afluencia
de fieles como nunca antes se había conocido. La vida cristiana milagrosamente se
había reactivado, por obra y gracia de dos simples hombres, que dejaron hacer a Dios.
Hoy, cuando el ambiente social está enturbiado por una prensa tan sectaria y de tan poca
categoría ética, profesional y literaria, muchos pueden quedar desorientados. Sin
embargo, quien ha tenido ojos en la cara para observar durante más de una década el día
a día de estos padres, así como la situación que había antes y después de su llegada, no
pueden llevarse a engaño. Porque contra los hechos que hemos visto, de nada valen los
argumentos que ahora nos quieren presentar. Y la verdad, digan lo que digan, es que el
pueblo también estaba con ellos, y que la fe arraigaba más y más en la tierra no muy
fecunda de los pampeanos.
Sin embargo, junto con esa simiente del Reino que se desparramaba
copiosamente, iba creciendo también la cizaña. Al principio, nunca se la ve. Pero estaba
ahí. Como pasaba con Jesús: envidias, deseo de acumular riquezas, doblez y
simulación.Y finalmente, la felonía manifiesta a la vista de todos.
La afrenta se proyectó con sigilo: murmuraciones, intrigas a media voz, rumores
desperdigados aquí y allí con maledicencia, enredos y manejos ocultos, reuniones
clandestinas y furtivas en las que iba cerrándose el cerco contra los padres y gestándose
la conjura para acabar con ellos. Había que ultimar hasta el más mínimo detalle, porque
tampoco ellos podían errar el intento. Contaban, los sacerdotes, con el crédito de una
vida gastada por Dios y por las almas, todo lo cual les había hecho ganar el respeto y la
confianza de la mayor parte de la comunidad.
También en esta historia hay conspirador. O conspiradores. Con nombre y
apellido. Algunos, ahora, andan por ahí dando ruedas de prensa. Entonces maquinaban
ocultamente, como Judas… Con la mentira como bandera. Aparentando lo que no eran.
Escribiendo lo que no sentían. Tapando lo que no estaba enfermo, y aprovechando la
bondad de muchos para simular, robar y difamar.
Ahora ya tienen a los padres donde querían: ante los tribunales. ¿Cobraron sus
veinte monedas? Unos ya lo han hecho, a buen seguro. Otros aguardan, como los buitres
carroñeros, hasta que les llegue la hora de lanzarse a recoger los despojos. Y si esto no
sucede, si la Justicia merece su nombre y detiene este desvarío, entonces se tragaran
unos a otros, como hizo Saturno con sus propios hijos. Y tú, lector amigo, serás testigo
de ello.
¿Los delitos, en este caso? Calumnias, como se hizo con Jesús. A Cristo, le
procesaron por blasfemo y soliviantador. A los sacerdotes, por manipuladores y por
estafadores. Distintas acusaciones, una misma mentira. Llevados de un lugar a otro, de
un juzgado a otro. Magistrados que se desentienden de esta causa, y que, entre tanto,
exponen la fama de los imputados a la tiranía de los medios hostiles, a la violencia de
los que no tienen escrúpulos, a la habladuría de los maledicientes. Jueces que no quieren
asumir su responsabilidad, y que se zafan para no buscarse problemas.
La consecuencia, querida por los perseguidores, ha sido prender la mecha que
arrasara el bosque. Porque hay muchos que sólo necesitan una excusa (aunque sea
falsa), para ganar efectivos entre los enemigos de la Iglesia, para criticar lo que no
conocen y para mofarse de lo que nunca han respetado. Estos adeptos son de la misma
calaña que la de los personajes que gritaron pidiendo la muerte de Jesús. Gente
fácilmente manipulable, a través de una opinión pública adulterada.
Una ofensiva contra la Iglesia, que ha unido intereses contrapuestos: para unos,
el objetivo será el dinero; para otros, el descrédito de los padres; para los últimos,
simplemente, la eliminación de quienes no se dejaron nunca corromper. No se trata de
nada diferente. Resulta casi gracioso que los denunciantes contra los sacerdotes,
últimamente, se refieran a sí mismos con el sobrenombre de “católicos”. También los
fariseos que crucificaron a Cristo se llamaban y se creían “observantes y buenos judíos”.
Pero, tanto en un caso como en otro, volvemos a encontrarnos con un engaño. Y
déjenme que les ayude a comprenderlo.
¿Quién está detrás de la campaña contra los padres? Personalidades sin duda
preocupadísimas y sobradamente comprometidas en el amor a la Iglesia.
En primer lugar, destaquemos al abogado Omar Eduardo Gebruers, un letrado
que presume altaneramente de ser “ateo practicante” y de acusar a la jerarquía católica.
Nos estamos refiriendo al representante y al vocero de los denunciantes, que no sólo
arremetió en su día contra el anterior obispo de la diócesis (entre otros), sino que ha
llegado a protestar ya en una emisora de radio (y a lamentarse públicamente) del
proceder del nuevo purpurado, monseñor Mario Polli, cuando no llevaba todavía una
semana como Pastor en Santa Rosa (¡!). Desde luego, como modelo de docilidad a sus
ministros, estos “católicos” dejan bastante que desear.
Tras este individuo, se destacan unos noticieros anticlericales encabezados por el
periódico “Clarín”, conocido por sus simpatías relativistas, y seguido muy de cerca por
los rotativos “La Arena”, “El Diario de La Pampa”, o el “Diario Textual”, ejemplos de
sectarismo y de parcialidad que difícilmente ofrecen parangón en toda la prensa
mundial. En la Facultad de Periodismo se debería enseñar a los futuros reporteros el
cultivo y el amor por la verdad. En los medios antes señalados, lamentablemente, no se
encontrará rastro de todo eso. Ni de casualidad. Allí, lo importante es atacar la fe
cristiana. Que lo reproducido sea cierto o no lo sea, ya importa menos. ¡Y pobre de los
que no piensen según sus consignas! Porque hablan de libertad, cuando sólo saben
practicar y promover el servilismo.
En tercer lugar, grupos sociales tales como “Mujeres para la Solidaridad”, cuya
“fidelidad” a la doctrina católica se puso de manifiesto hace tan sólo unos meses,
cuando apoyaron en La Pampa una Ley despenalizadora del aborto. Ya saben: ese
terrible crimen que consiste en la eliminación de vidas humanas indefensas, y contra el
que, ¡oh casualidad!, los sacerdotes acusados se posicionaron abiertamente.
No podemos dejar de mencionar aquí, en esta lista de “irreprochables” hijos de
la Iglesia, a un cura de la diócesis cuyo sentido de comunión y de obediencia le llevó a
pronunciarse públicamente contra su anterior obispo, haciéndole culpable, por omisión,
de las falsedades que él mismo atribuyó a sus hermanos en el sacerdocio. Me resisto a
escribir su nombre: presumo de una delicadeza sensiblemente mayor que la suya.
Además, entiendo más cortés y tal vez más desagradable para un hombre como él,
mortificarle con lo que antiguamente se daba en llamar la damnatio memoriae: el
castigo del olvido para los que no merecen ser recordados. ¿Cuánto tardará en arremeter
este cura contra su actual prelado? No podría decirlo.
En España, distintos medios se han hecho eco también de la noticia. ¿Cuáles?
Antes que ninguno, un adversario irreconciliable y declarado de la Iglesia, el periódico
“El País”, que entre otros muchos logros (no se pueden enumerar ahora todos), pasará a
la historia por haber criticado el pontificado de Juan Pablo II el día siguiente a su
fallecimiento y que, en la actualidad, está comprometido en promocionar la propuesta
del Gobierno Socialista de José Luis Rodríguez Zapatero que pretende aprobar el aborto
libre y el “suicidio asistido” (la eutanasia) en toda la nación hispana.
Entre las televisiones europeas, sólo la Sexta ha recibido la información que
llega desde el otro lado del Atlántico. Las demás cadenas, de momento, están más
interesadas en noticias que sean verdaderas. La Sexta es sin duda la principal emisora
anti-cristiana del país, con una programación en la que abundan agresiones sistemáticas
contra los creyentes (incluyendo blasfemias explícitas cuya diana es el mismo Señor),
contra la Iglesia (burlándose del Santo Padre y de los demás obispos y cardenales), y
contra el buen gusto de una persona normal (tolerando en su parrilla de transmisiones,
anuncios y programas pornográficos y chabacanos).
Y las preguntas, ahora, surgen espontáneas: ¿Alguna vez estas personas o estos
medios han procurado defender y proteger la fe católica? ¿Acaso ahora ser católico
significa defender el aborto, despreciar al Papa, acusar falsamente a los obispos y a los
sacerdotes, negar la existencia de Dios y fomentar la promiscuidad y las fornicaciones?
Y cayendo ya a las personas concretas: ¿alguien ha escuchado o leído en algún medio
de comunicación a los dos padres imputados, despreciando o denigrando a sus
perseguidores, tal y como hace asiduamente la parte contraria? ¿Quién se identifica
aquí con el Jesús callado de la agonía y quién con los acusadores enloquecidos y
desmedidos que lo crucificaron? ¿Puede establecerse comparación entre la vida de los
dos sacerdotes acusados (irreprochable, según el sentir general) y la de cualquiera de los
denunciantes?
Y después de todo lo anterior, se hace inevitable la última cuestión: ¿quiénes,
nos quieren hacer creer, pasan por ser los malos de esta película de terror? A estas
alturas del relato, ya podemos imaginarlo. Sí: los pobres curas inculpados. Ellos son
los enemigos públicos, los delincuentes, los farsantes, los secuestradores, los captores,
los manipuladores, los defraudadores, los gurús despreciables que han sometido con su
sola palabra a unas cuantas mujeres. Y habrá que acabar con ellos, y con todos los que
son como ellos. Como antes hicieron con Cristo. Porque “si a mí me han perseguido,
también a vosotros os perseguirán”. Y porque, en ocasiones, y misteriosamente, el
sufrimiento de los inocentes redime la codicia y el odio de los que son culpables. Como
también hizo nuestro Redentor, tiempo atrás, sobre la madera de la cruz.
Deseo concluir con palabras cargadas de esperanza, porque el final no fue la
muerte del Maestro, ni la cobardía de unos, ni la mala voluntad de otros, sino la gloria
de la Resurrección. A pesar de las mentiras, aquel ajusticiado era inocente, y la última
palabra no la dijeron sus verdugos: la dijo Él, levantándose del sepulcro, vencedor. Aun
bajo la apariencia del fracaso más absoluto, Jesús había obtenido la victoria más
definitiva. ¿Dónde están ahora Anás, Herodes, Pilatos, Judas, Caifás y todos los otros
secuaces? ¿Y dónde queda Cristo?
El tiempo pasa muy deprisa, y la muerte nos llegará finalmente a todos. También
vendrá para los que acusan falsamente. Y cuando esta tierra y estos cielos pasen, unos
gozarán y reinarán para siempre, con Jesús, y otros (“espaciosa es la senda…”) penarán
por sus pecados también eternamente. Para los padres de Santa Rosa, es una verdadera
gloria el poder asimilarse de tal modo con la vida misma de su Señor. Porque el fuego,
que a otros hubiera consumido, a ellos está haciéndoles más fuertes, y una prueba como
ésta, que habría derrumbado a personas menos resistentes, hará de ambos sacerdotes,
forjados a golpe de mentiras y de infamias, hombres todavía más semejantes a su
Salvador.
La suerte está echada. “Los que confían en el Señor, no quedarán nunca
defraudados”.